Recientemente he viajado a Nueva York. Estuve allí por primera vez en 1993, y más tarde viví en Manhattan durante dos años, de 1995 a 1997. Desde que me marché nunca había vuelto a la ciudad que nunca duerme y, sin embargo, en todos estos años no me había olvidado de las lágrimas que dejé caer en aquel entonces, cuando vi que los rascacielos se alejaban en la distancia, sin saber si algún día volvería.

Veintinueve años después, una promesa a mi hija ha hecho que me haya rencontrado con aquella ciudad que dejé, que ya no es la misma (al igual que yo), pero que sigue manteniendo su esencia.
Nueva York es única. Es vibrante, mágica, llena de vida. Y ha sido estando en Nueva York cuando me he dado cuenta de que, en otro lugar del mundo, completamente opuesto a la Gran Manzana, existe una ciudad igual de vibrante que Manhattan: Varanasi, en India. Y es que a veces, los extremos se tocan.


Varanasi, dicen, es la ciudad viva más antigua del mundo, la ciudad que sigue manteniendo tradiciones de siglos atrás, la ciudad que ha parado en el tiempo. Una ciudad que vibra, que nunca descansa, con millones de peregrinos que la visitan a lo largo del año, con miles de festivales que adornan su día a día. Una ciudad en la que la vida sale a la calle para ser vivida. Y esa misma vida, esa misma energía, la encontré en Nueva York: calles y plazas repletas de gente, movimiento incesante, luces de neón que iluminan la noche. No son los ghats a orillas del Ganges, no. Es Times Square.


Paradójico, ¿verdad? que la ciudad más antigua del mundo, llena de tradiciones ancestrales, se pueda parecer a la ciudad donde nacen las vanguardias, donde se maneja la economía mundial, a la ciudad de los rascacielos.
Y, sin embargo, he sentido la misma energía vital en ambas, y de ambas vivo enamorada.
Nueva York y Varanasi. Para mí, simplemente, dos caras de la misma moneda.

