Cuando era muy pequeña y volvía los domingos por la noche de la finca de mis abuelos, o de acompañar a mi padre en su día de caza, me sentaba en silencio en el asiento de atrás del coche, mientras en la radio sonaba el «Carrusel deportivo». Y en ese momento mi mente comenzaba a viajar.
Y viajaba a todos los hogares, a todas esas lucecitas que iluminaban las ventanas de los edificios de pisos que para mi eran tan ajenos. ¿Qué estará sucediendo detrás de cada una de esas lucecitas?
Habría una familia sentada en el sofá viendo la película de los domingos, tapada con una mantita. También había un joven estudiando para el examen de mañana en su habitación. Habría una abuelita solitaria haciendo la cena acompañada por su programa favorito de radio, y una pareja haciendo el amor. Seguro que habría alguien llorando, y alguien riendo. Habría personas enfermas, personas durmiendo, amigos jugando y gente riñendo.

Miles de ventanitas se abrían ante mi con sus miles de historias escondidas tras las cortinas. Miles de seres humanos sintiendo, respirando, viviendo al mismo tiempo en realidades tan diferentes, unos al lado de los otros, ajenos a lo que sucedía en la pared de al lado.
Y así, mi mente de niña divagaba y divagaba sin entender muy bien la complejidad de la existencia.
Hoy yo también soy una de esas ventanitas con las cortinas echadas que dejan entrever la luz, pero que ocultan la realidad de lo que sucede en una habitación cualquiera en una casa cualquiera. Y siguen fascinándome las lucecitas de en frente, y las de al lado, y me pregunto, aún, que historias se esconderán detrás de cada una de ellas, sin haber llegado aún a comprender la complejidad, o la sencillez, de la existencia humana…
Detrás de una lucecita, en Navalcarnero, Madrid.